OS VOY A CONTAR UNA HISTORIA

Os voy a contar una historia.

No digo que haya sido una gran historia, pero, al ser la mía, es la única de la que puedo hablaros con pleno conocimiento de causa.

Me llamo Roberto, soy Notario y siempre he querido serlo.

Del cuatro de septiembre de dos mil seis al veinte de diciembre de dos mil diez oposité a Notarías con la misma actitud con que un alpinista afronta el frío y la falta de oxígeno en su ascenso a la cima de un Ochomil. Lo que viví, no fue más que la consecuencia inevitable de mi voluntad. Pagué con sangre, sudor y lágrimas, el precio de mi Everest particular.

Lo cierto es que mi periplo como opositor no se prolongó demasiado, pero fue intenso y dio para conocer la dureza de esta etapa desde todas sus perspectivas.

Soy consciente de que haber revelado en las primeras líneas que aprobé la oposición, hace que la historia pierda en emoción pero lo interesante, al menos para vosotros, no es que yo aprobara o dejara de aprobar, sino el porqué y el cómo.

Eso es lo que pretendo transmitiros.

  

PARTE I.- CAMINANTE SÍ HAY CAMINO.

 

Nací de pie -como aquel que dice-, en el seno de una familia de bien y sin grandes excusas que alegar. El Azar fue benévolo conmigo, condenándome, a cambio, a perder los nervios cada vez que acudía al preparador sin mi cronómetro de la buena suerte. Manías de opositor…

Llevaba ya un buen rato con los ojos abiertos cuando el despertador sonó el primer día de oposición:

«– Llegó la hora de la verdad!! A opositar!!»

Hasta entonces, nunca había tenido que esforzarme al máximo para conseguir lo que quería; no por ser un tipo brillante, sino porque jamás me puse grandes objetivos más allá satisfacer mi temprana vocación por ser notario.

Siempre me dije, ocultando un ahora evidente miedo al fracaso, que tenía que reservar fuerzas para la oposición. Para mí, opositar era el momento de demostrar cuánto, o cuán poco, valía como persona –primer gran error: creer que la oposición marca tu valía-.

La adrenalina la tenía por las nubes; la confianza en mí mismo, por la estratosfera y las ganas de devorar ese maldito programa de 373 temas hacían que quisiera aprovechar cada segundo del día como si fuera el último antes del examen. Motivación, no me faltaba. Sabía qué quería y que estaba dispuesto a pagar el precio para conseguirlo -primer gran acierto: estar comprometido al máximo-.

Pero, ¿ por qué quería ser notario?

La verdad es que siempre di por hecho que quería ser notario. Por mi cabeza nunca se pasó dedicarme a otra cosa que no fuera dar fe, conforme a las Leyes, de los contratos y demás actos extrajudiciales. Probablemente, mi padre – Notario también- tuvo gran parte de culpa pues, desde pequeño, se encargó de transmitirme su pasión por esta profesión. Teniendo el ejemplo que tenía, y sigo teniendo, no fue difícil desarrollar ese amor por la función notarial y los valores que representa, pero no fue hasta mi gran crisis, bien avanzada la oposición, cuando hice una profunda reflexión sobre si, de verdad, yo quería ser notario o sólo me había dejado arrastrar por la tradición familiar.

Por suerte para mí, quería ser notario.

El primer año y medio de oposición fue realmente bien.

Hacía lo que los cánones dictan que tiene que hacer un buen opositor: rutina de estudio y disciplina férrea para cumplirla. No fallaba nunca. Cada semana le llevaba a mi preparador los temas que tocaban y los defendía más que con suficiencia -quizás no quede del todo elegante que sea yo quien me eche flores, ni se ajuste del todo a la realidad histórica eso de que no fallaba nunca, pero, recuerda, es mi historia…-

Esa rutina, sin entrar en grandes detalles, era la siguiente:

A las 8:00 saltaba de la cama sin concederle a la alarma la más mínima oportunidad de completar su melodía. Desperezarse plácida y tranquilamente era un privilegio reservado para el resto del mundo, no para un opositor comprometido. Un buen opositor se levanta con prisa por querer aprovechar al máximo cada minuto. Eso era lo que pensaba desde mis primeras jornadas en las que descubrí que cada día era igual de importante y que tenía que exprimirlo si quería cumplir el objetivo que me había fijado: aprobar a la primera.

Durante el desayuno, engullía cualquier alimento sólido que me quitara el hambre al tiempo que bebía una enorme taza de café bien cargado -segundo gran error: no alimentarme correctamente-. No me importaba que la taza no tuviera un mensaje motivador al estilo de » Hoy va a ser un gran día» o » Te regalo mi sonrisa» o cosas similares que puedes comprar online con un par de clics. Lo único que me interesaba era que fuese grande para que cupiera mucho café.

Desde las 8:30 hasta las 14:30 hincaba los codos a la mesa con toda la intensidad que podía y sólo los despegaba una o dos veces por inevitables cuestiones fisiológicas.

A las 14:30, con verdadera puntualidad suiza y gracias a la inestimable colaboración de mi familia a quienes, demasiadas veces, regalé un gruñido sin justificación, me llamaban para comer.  Después, disfrutaba de una reparadora siesta de 20 ó 30 minutos hasta las 15:30 – enorme acierto: saber descansar-.

De 15:30 a 20:30 volvía a encender, ya sin interrupciones fisiológicas, el modo estudio que concluía, la mayoría de los días, flagelándome por no haber rendido más –tremendo error: permitir que una autoexigencia desmedida merme la autoestima-.

De 20:30 a 21:30 lo dedicaba a hacer deporte, concretamente, carrera continua y estiramientos, al menos, cuatro días a la semana, que luego fueron tres, luego dos, luego uno y luego…- de gran acierto a error mortal: cambiar el deporte por tumbarme en modo zombie delante de la televisión-.

De 21:30 a 23:30, cena y cita con la caja tonta.

A las 23: 30, a dormir.

En aquel momento, mi rutina me parecía perfecta, y no porque fuera la mía, sino porque era la misma -o casi- que habían seguido mi padre, mi preparador y otros opositores aventajados a los que tenía como referencia. No estaba dispuesto a arriesgarme con lo único importante que me había propuesto en la vida y tenía bien claro que lo mejor era copiar la rutina de aquellos que habían obtenido lo que yo quería. Si a ellos les había funcionado, no había ningún motivo por el cual no me pudiese funcionar a mi también.  No era ni más ni menos que nadie, y si carecía de alguna virtud, la supliría con esfuerzo.

No miraba mis redes sociales, no contestaba wassups, no cogía el teléfono, no comía a deshoras, no hacía descansos cuando no tocaba, no me ponía a ordenar el cuarto a media mañana, no iba a la papelería a por un subrayador naranja a media tarde, no sacaba al perro. Sólo rutina y disciplina.

Mi rutina era mi plan para aprobar; mi disciplina, lo que haría que lo consiguiera.

Me sentía Máximo Décimo Meridio entrando en la arena del Coliseo para conquistar la libertad que me había sido robada. Estaba orgulloso del sacrificio que estaba haciendo pues estaba convencido de que terminaría dando sus frutos.

Pasaban los días, las semanas, los meses y todo seguía igual; misma rutina, misma intensidad, mismo resultado.

No fue hasta el primer aniversario de la oposición cuando me di cuenta de que algo no iba bien; pero de eso ya hablaremos en el próximo post: PARTE II.- QUIEN AVISA NO ES TRAIDOR.

Share This